¡Ahí vamos con la pluma lista y el corazón dispuesto a celebrar uno de los eventos más emblemáticos de nuestra querida tierra! ¡El Rocío! Esa festividad que nos une, nos emociona y nos llena de alegría cada año. Y este año, el sábado veinte de abril, no fue la excepción. Desde las primeras luces del alba, la iglesia de San Jaime y de Santa Ana se convirtió en el epicentro de un despertar espiritual como ningún otro.

¿Y quién mejor para conducir esa misa matinal que nuestro querido párroco Don Juan? Con su voz llena de fervor y su corazón rebosante de fe, nos llevó de la mano por un viaje espiritual que tocó los rincones más profundos de nuestra alma. Una misa que, lejos de ser una solemnidad aburrida, fue un canto a la vida, a la esperanza y al amor.

Pero la celebración no terminó en la iglesia, ¡no señor! Tras la eucaristía, nos lanzamos a las calles en una romería llena de color y devoción. Desde la iglesia de San Jaime hasta la avenida de San Pedro, subiendo por la calle Jaime I y culminando en la majestuosa iglesia de la Almudena, cada paso era una declaración de amor a nuestra Virgen del Rocío.

Y una vez allí, en el corazón del pinar, nos entregamos por completo a la celebración. Cánticos que elevaban el alma, bailes de sevillanas que hacían vibrar el suelo y adoraciones a la Virgen que nos recordaban lo afortunados que somos de tenerla siempre cerca. Y entre risas y abrazos, compartimos la mesa y brindamos con paella y vino, celebrando la vida y la amistad en un día que quedará grabado en nuestra memoria para siempre.

Así que levantemos nuestras copas y brindemos por el Rocío, por la fe que nos une y por los momentos que nos hacen sentir vivos. Porque, queridos amigos, el sábado veinte de abril no fue solo un día más, fue un día espectacular que nos recordó que la verdadera magia está en compartir con los que amamos. ¡Viva el Rocío y viva la vida!

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Por Francisco

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